06/6/2007 - JOSÉ MARÍA GUELBENZU
Todo empezó un día que ya no recuerdo, pero que nunca podré olvidar. Hasta entonces, yo había sido un lector compulsivo de las obras casi completas de un autor italiano llamado Emilio Salgari, un tipo que nunca se movió de su casa, pero que, provisto de una enciclopedia, escribió los más fascinantes libros de aventuras de la época. Si acaso, sólo el capitán Gilson, con novelas como La pagoda de cristal o El ojo de Gautama, podía acercársele. Los libros estaban en la biblioteca de la casa de mi padre y mis tíos, en un pueblo de La Rioja llamado Leiva, y entre los libros y el largo verano familiar con mis hermanos y mis primos de Zaragoza, nada he sentido tan parecido a la felicidad que durase tanto tiempo seguido. Había otras aventuras, claro, y más cercanas a la vida de uno: las de Guillermo Brown, por ejemplo, otra pasión de la época. Ahora bien, aquel día al que me refiero estaba yo tratando de hacerme, una vez más, el interesante, supongo que por el sistema de ocuparme de todo aquello que fastidiase a mis padres, como oir con maníaca persistencia mi primer disco de jazz (Rose room, por Louis Armstrong) o... leer mi primera novela policíaca. No me refiero a la primera de todas, sino a la primera que me hizo modificar muy seriamentre mis ideas sobre lo que era una novela. Debo ese descubrimiento a una señora, Agatha Christie, y a un libro cuyo título en castellano (bastante parecido al sentido del título inglés, de todos modos) era y es uno de los mejores con que me he topado nunca: Pleamares de la vida. ¿Alquien puede pensar que éste sea el título de una novela policíaca?. Yo tampoco, pero sí sé que elegí el libro por el título; y eso que la Sra. Christie dispone de títulos tan apropiados como Cianuro espumoso o Se anuncia un asesinato.
Pero antes, quiero explicar cómo se hacía con libros, en aquellos tiempos, un chaval sin un duro en el bolsillo. ¡Qué digo duro! ¡Peseta y gracias! Con una peseta, uno se llenaba los bolsillos de los productos que las piperas ofrecían en la calle en sus carritos ambulantes y aún me sobraba para el día siguiente. Y una peseta era, si no recuerdo mal, lo que se necesitaba para conseguir un libro. Había en Madrid –un Madrid donde la escasez aguzaba el ingenio- una especie de casetos callejeros hechos de tablas y plantados en mitad de la acera dentro del cual aguardaba el paso de lectores diversos, como araña peluda en su nido, un avispado ciudadano que se dedicaba al intercambio de libros. El que yo frecuenté estuvo en la calle de Andrés Mellado semiesquina a Rodríguez San Pedro, si no recuerdo mal, en pleno barrio de Argüelles. Embutida en el reducido caseto y rodeada de libros usados estaba una señora que, a cambio de una peseta, te entregaba un libro usado a elegir entre los que tenía expuestos; cuando lo habías leído, lo devolvías y te entregaban otro a cambio de una nueva peseta. Obvio es decir que para dar inicio e esta relación era necesario aportar el prmer libro, el que inicaba la cadena de cambios. Durante un tiempo, tras descubrir el caseto, me detuve ante él a menudo, como haciéndome el distraído, pero mirando los libros que colgaban por fuera y tratando de adivinar qué es lo que había que hacer para entrar en ese tinglado, pues mi timidez me impedía descubrirme y preguntar; y no sé cómo –supongo que a fuerza de observar hasta comprender el mecanismo- un día llegué con mi primer libro y a partir de entonces me debí leer el caseto entero, además de establecer una firme relación con la vendedora que, de todos modos, nunca me trató con kla deferencia debida a un buen cliente. De no ser porque mis padres, que se llevaron un sofoco al pensar por qué manos contaminadas por toda clase de enfermedades de la época habrían pasado aquellos libros sobados y resobados con los que yo aparecía por casa y que leía con placer indiscriminado, la relación hubiera durado años. Pero me prohibieron el intercambio, aunque para entonces yo ya le había sacado mucho jugo a aquel sucedáneo de biblioteca pública y casa de empeños. Y, en contrapartida, se avinieron a proporcionarme otros libros nuevos y desinfectados. Así fue como un día cayó en mis manos el primer Agatha Christie, Tres ratones ciegos, y comenzó mi primera relación literaria con los libros.
Sí, porque antes –y aún después- yo no había sido más que ese tipo inicial de lector-devorador que come todo lo que le echan con el mismo entusiasmo. Las novelas eran como las tartas: las había de chocolate, de yema, de nata y fresa... uno se zampaba la que tenía delante y seguía por la próxima. Y, de hecho, así comencé con las policíacas de la Sra. Christie. Pero cuando di con Pleamares de la vida noté que algo cambiaba. Era un cambio imperceptible, de esos que sólo caes en la cuenta de ellos cuando ya han hecho nido dentro de ti. ¿Cuál era y cómo lo noté?. Muy sencillo: ya antes del día memorable, leyendo alguna otra novela de Agatha Christie, me parecióre algo pesada y algo inconvincente. Hasta ahora, todas las novelas del mundo me parecían buenas y unas cuantas aún mejores; una tarta es siempre una tarta, aunque uno tenga sus preferencias. Entonces, mientras me iba adentrando en las pleamares de la vida de una familia un tanto peculiar y, sobre todo, al terminar el libro, me quedé un buen rato pensando en dos cosas; la primera, que era el mejor policíaco que había leído nunca. La segunda era, en realidad, una pregunta: ¿por qué?. No recuerdo aquel día inolvidable, es verdad, pero sí la novela y la pregunta. Y esta pregunta, aunque parezca una obviedad, fue una llave de oro para progresar en la lectura de los libros en general.
Por ejemplo, cuando leí El asesinato de Rogelio Akroyd, novela mundialmente famosa por la singularidad del asesino, me indigné; me pareció un vil recurso, un truco inaceptable la solución de la novela. ¿Cómo es posible –me decía- que un autor manipule hasta tal punto el relato... y ahí se detuvo mi pensamiento porque acababa de reconocer otras dos cosas para mí inimaginables hasta entonces; primera: que un autor manipula siempre sus novelas, que éstas no son productos mágicos surgidos ante mis ojos a través del conjuro de un nigromante o un hada; segunda y consecuente: que el escritor no es un médium o incluso alguien que posee un don del cielo sino una especie de prestidigitador que nos emboba, un prestidigitador que, a diferencia de los magos profesionales, se esconde tras el truco, no sale a escena él sino sólo su producto. Y trabaja y ensaya sin descanso; y sin ese continuo adiestramiento no sería nadie por muchos trucos que fuera capaz de inventar. Y a todas estas conclusiones estaba llegando gracias a aquella pregunta: ¿por qué?. Había empezado a deja de leer respuestas para empezar a leer preguntas. Empezaba a ser un lector de verdad.
El fondo del descubrimiento estaba un poco más allá: el verdadero descubrimiento era comprender que una novela se construye. Y ya escucho al lector diciendo: -¡Toma! ¡Claro! ¡Anda éste con lo que nos sale! ¡Pues sí que estaba usted en el limbo!.
La lecturas aventureras fueron una fuente de sueños, pero yo era aquellos héroes, yo estaba junto a ellos, luchaba con ellos, huía con ellos... La lectura policíaca, en cambio, no propiciaba del mismo modo la identificación; más bien al contrario: como había que resolver un problema, el lector tenía que distanciarse lo suficiente como para estar atento a las pistas que el autor iba dejando. Y eso quería decir que ya no estabas viviendo una novela sino leyendo una novela. Es decir: que tenías conciencia de la existencia de una trama, unos personajes, un autor... y un lector que eras tú mismo sentado en la butaca tratando de averiguar quién era el asesino y por qué. De hecho, en la evolución del género policíaco, la llamada novela-problema tenía unas reglas muy claras. Esas reglas, veinte en total, las enumeró un ilustre representante del género, S.S. van Dine, en un artículo publicado en el American Magazine en 1928; no voy a reproducirlas aquí debido a su extensión, pero cito cuatro de las reglas iniciales.
Primera: el lector y el detective deben tener las mismas posibilidades de resolver el problema.
Segunda: El autor no tiene derecho de emplear, ante el lector, trucos y tretas distintos de los que el propio culpable emplea ante el detective.
Tercera: El culpable debe encontrarse mediante una serie de deducciones y no por accidente, por azar ni por confesión espontánea.
Cuarta: El culpable debe ser siempre una persona que haya desempeñado un papel más o menos importante en la historia, es decir, alguien a quien el lector conozca y le interese.
Y así sigue hasta llegar a la claúsula final donde se señalan los principales efectos a los que no debe recurrir ningún autor que se precie, como las huellas digitales falsas; la sesión de espiritismo en la que el culpable, aterrado, se delata; el descubrimiento de la identidad del culpable comparando una colilla de cigarrillo encontrada en el lugar del crimen con los que fuma el sospechoso; la jeringa hipodérmica y el suero de la verdad; etc. etc.
Como se ve, estas emocionantes novelas eran extraordinariamente rígidas. De hecho, en la novela policíaca considerada ante todo como un problema a resolver, solía darse el caso de que, unas cuantas páginas antes del final, el autor se dirigiera al lector en estos o parecidos términos: “Desafío al lector: Usted tiene ahora todos los hechos sustanciales para descubrir al asesino. Si aún no sabe quién es y desea descubrirlo por sí mismo, no siga adelante”. No era un truco para ser leído repetidas veces sino un auténtico desafío de alguien que consideraba haber cumplido las reglas de la novela policíaca. Pero, como decía antes, esto significa que el lector ha de poner distancia entre él y la novela, que no puede dejarse llevar por sus emociones desatadas sobre la historia y los protagonistas sino que el propio libro le está pidiendo que recoja las riendas, que reflexione, que ate cabos, que deduzca, que decida. Sin embargo, no por eso pierde la novela un ápice de emoción; al contrario: el reto a descubrir al asesino es un acicate, un grado extra de interés.
Había, pues, descubierto que las novelas que te permiten entretenerte y reflexionar a la vez y eso era un extraordinario paso adelante como lector. Entonces, no será difícil deducir por qué un día me puse de uñas nada menos que con Agatha Christie. En cuanto uno pone una mínima distancia, en cuanto dispone de perspectiva, su visión se hace más compleja y más crítica y puede comparar; de la comparación surge el decantarse más por unas opciones que por otras, surgen las preferencias e, incluso, surgen las ganas de razonar esas preferencias, de encontrar el por qué de las diferencias de calidad que uno percibe. Es bueno intentar explicárselo, porque de la reflexión surgirá el criterio. El criterio es una norma para juzgar una cosa. Toda opinión ha de fundarse en un criterio o no valdrá un pimiento. Así que, si siempre me pareció que Agatha Christie era una excelente inventora de intrigas, acaso la mejor en conjunto, también hube de ir admitiendo que bastantes de sus casi ochenta intrigas eran tan intrincadas que rizaban el rizo hasta lo inverosímil. Y, además, en esos casos había algo de trampa. Thomas Narcejac –autor policíaco él mismo- da en el clavo cuando se refiere a Rogelio Akroyd: lo que hace imposible descubrir al asesino es que es impensable y, por lo tanto, el lector lo descarta necesariamente desde el principio.
En fin, que yo me inicié en el género policíaco pasando de la Sra. Christie a la novela-problema, que ha tenido representantes tan ilustres como John Dickson Carr (La cámara ardiente), S.S. van Dine (The Canary murder case) o Ellery Queen (El caso del loro perjuro). Esto me llevaba por la corriente anglosajona cada vez más aprisa y estuve leyendo, sobre todo gracias a la Editorial Molino y a la bellísima y única colección El Buho, de inolvidable fondo rojo en las tapas, esta clase de novelas. Sin embargo, el impacto causado por Pleamares de la vida tenía que ver con algo más. Creo que pocas veces habrá intentado Agatha Christie tanto como en esta ocasión la creación de personajes. Porque el gran problema de la novela policíaca clásica es que los personajes están siempre supeditados a la intriga; es decir: son como muñecos que actúan según un férreo plan previsto desde el principio por el autor para causar una sorpresa determinada, para llegar al conejo que sale de la chistera ante el pasmo del público. Y, claro, los personajes resultan acartonados, previsibles, bastante tópicos. Cuando la intriga manda, cuando es la intriga y no el conflicto dramático el que resuelve la novela, el argumento manda sobre los personajes. En la novela, digamos, literaria sucede al revés: los personajes generan un conflicto dramático que es quien genera a su vez la intriga; la intriga, por tanto, proviene en este caso de la densidad y complejidad de los personajes en conflicto y no es nada sin ellos En la novela policíaca la intriga que mantiene en vilo al lector lo es todo y pone todo lo demás a su servicio, por eso los personajes tienden a ser un tanto robóticos, rígidos y simples respecto a sus funciones en el drama.
Pero, como decía, en Pleamares de la vida, la autora hace un verdadero esfuerzo por dar cuerpo a los personajes. Para eso recurre al costumbrismo, cosa que hace siempre, en contra de la opinión de los puristas, que dicen que el problema es el problema y a él se le debe supeditar todo y que no se puede perder el tiempo con el entorno social, lances amoros serios, etc. Y si bien no consigue dibujar personajes complejos, sí consigue en cambio, a partir del escenario y a de sus habitantes, un clima de opresión, inquietud y ansiedad que actúa como inmejorable caldo de cultivo de la intriga. De manera –me dije yo- que no sólo el autor es alguien que construye una novela, que la arma, la proporciona y la dirige para tenernos a todos pendientes de su ingenio sino que, además, crea espacios, mundos, a partir de las cualidades de sus personajes... Entonces empezaron a parecerme demasiado pobres muchas de las novelas policíacas que hasta entonces me habían entretenido tanto porque comprendía que a lo más que llegaban era a demostrar la habilidad e ingenio que consigue un prestidigitador en escena. Un prestidigitador al que, descubierto el truco, el número fascinante y triunfal se le convierte en una mera repetición mecánica. En fin, seguía disfrutando con ellas, pero cada vez me volvía más exigente y había muchas que, si las terminaba, era por puro vicio, por el último morbo de saber quién era el asesino.
Y un día apareció Chesterton.
Lo bueno de aficionarse a algo es que, si uno está dispuesto a utilizar la cabeza, acaba volviéndose selectivo, aprende a seleccionar y saber por qué le gusta lo que le gusta y ésa si que es una verdadera satisfacción. El problema de los autores de novela policíaca, tanto los antiguos como los modernos, es que se dedican a un público que siempre les pide más de lo mismo. Esa es su condena. Si dan con un detective –y hay verdaderas refitolerías en esto de caracterizar a los detectives para ser originales- el tal detective se limita a cumplir una y otra vez el mismo papel. De esto no se libra nadie, pero hay dos posibilidades bien claras: o el detective se repite o el detective progresa (como personaje, quiero decir). Esto último no suele suceder y una y otra vez, una novela tras otra, los detectives y sus adjuntos y las gentes de su entorno habitual repiten una y otra vez los mismos gestos, las mismas opiniones, las mismas actitudes vitales, las mismas miradas... Son, en suma, perfectamente previsibles; o sea que, paradójicamente, carecen de misterio. Lo único que varía es la intriga –la nueva intriga, pero no los personajes nuevos que trae consigo, pues suelen estar cortados siempre por el mismo patrón. Por tanto, no le demos más vueltas: la novela policíaca tiene algo que mecanismo cuyos componentes son tan conocidos como los de un motor; se avanza en los sistemas de propulsión diversos, en las mejoras de seguridad, etc. etc. Pero conducir un coche, con ser muy emocionante y entretenido, no es más que eso. No da más de sí de lo que puede dar. Todos los detectives de las novelas-problema o las novelas-juego lo saben también aunque fingen que no, porque hay que vivir, aunque sea en el papel impreso. Sin embargo el exquisito y pedante Philo Vance, el divertido y grotesco Hercules Poirot, el refinado Lord Peter Wimsey, la admirable Miss Marple (la mejor creación de Agatha Christie y la que acapara buena parte de las mejores novelas de su autora, pues ahí se da un simbiosis particularmente feliz entre costumbrismo e intriga), el gordo y excesivo Gedeon Fell... No creo que ninguno de ellos haya sido superado por los modernos detectives llenos de conflictos personales y pesimismo social. En muchos casos, me parecen más honestos en su rigidez que buena parte de estos pretendidamente problemáticos y torturados de hoy. Pero son detectives de género, unos y otros. Yo, como digo, me estaba empezando a aburrir de tanta repetición y dirigía ya mis ojos hacia otro tipo de novelas distintas de las del género policíaco que empezaban a llamarme la atención cuando, como decía antes, apareció el señor Gilbert Keith Chesterton trayendo de la mano a un curita llamado el padre Brown.
El padre Brown era católico, o sea que creía en Dios y en lo sobrenatural. Chesterton era un inglés rotundo convertido al catolicismo porque era la religión que menos cosas increíbles le obligaba a creer. Los dos juntos (el cura y él, no Dios y él) abrieron un ventanal en el género policíaco quizá, precisamente, porque sus relatos no eran de género ni Chesterton buscaba inventar intrigas como quien fabrica relojes pues éstos, una vez terminados, ya sólo dan la hora; cosa interesante, pero repetitiva. El padre Brown, como es natural al ejercicio de su profesión, defiende el Bien y lucha denodadamente con el Mal, así que es como un exorcista y en cada caso o enigma que se encuentra lo que hace es descubrir no sólo al asesino sino también la malicia; y en esta lucha algún elemento sobrenatural se cuela, como no podía ser menos. La cruz azul o El martillo de Dios son dos ejemplos evidentes. Pero de todo lo dicho no resulta difícil deducir que la paradoja es el medio del que Chesterton se vale para mostrar cómo las cosas –y los casos- son al revés de lo que parecen y que en ese revés está su normalidad, su sencillez bajo la apariencia del misterio. ¿Así pues, Chesterton es un prestidigitador tambien?. En efecto, lo es. Sin embargo, siempre queda detrás de sus relatos brownianos un algo trascendente que yo creo que se debe a su visión del Mal como una asechanza detrás de todo embrollo. En un estupendo relato, El jardín secreto, ocurre algo tan despiporrante como que un asesino corta la cabeza a su víctima y la echa en una jardín tirándola por encima del muro y, dentro del jardín, otro hombre es asesinado por alguien que echa su cabeza a la calle. Así que tenemos dos cadáveres con las cabezas cambiadas... No sigo, porque ya he dicho bastante y lo de revelar quien es el asesino siempre lo he considerado uno de los actos más depravados e inmorales que un ser humano puede llevar a cabo. Lo que no deseo dejar de decir es que Chesterton puso la intriga al servicio de algo más que de sí misma: la puso al servicio de su concepción del mundo y, posiblemente sin pretenderlo, amplió y mejoró seriamente el horizonte del género policíaco.
Claro que su caso es singular. Van Dine o Ellery Queen no pretendían más que construir intrigas perfectas, cada uno a su manera. Agatha Christie mostraba las costumbres sociales de una Inglaterra maltrecha y agobiada por las duras circunstancias de la posguerra. No era tan elitista como Van Dine o Queen, pero su ambición no iba mucho más allá. Los tres idearon intrigas realmente ingeniosas incluso cuando se excedían... pero ¿alguno de ellos aportó algo que no estuviera ya en las novelas de Conan Doyle protagonizadas por Sherlock Holmes?.
El interés por la psicología de Philo Vance –recordemos la partida de póker por medio de la cual reconoce al asesino en The Canary murder case–; la inteligencia deductiva de Poirot; la precisa atención a indicios y pistas, además de un cierto tipo de acción, de Perry Mason ¿qué son sino variantes del método Holmes?. Él es el fundador verdadero y absoluto de la figura del detective inteligente, de portentosa intuición y de altísimas capacidades asociativas y deductivas. Tras Conan Doyle, los demás autores no han construído sino variantes de aspectos de Holmes, singularizadas siempre en detectives que, incapaces de desprenderse de su modelo, de un modo u otro se obligan a ser excéntricos. Todo lo que se dice de los fundadores del género, como Edgar Allan Poe –que lo que fundó, en cambio, fue nada menos que la literatura moderna (o contemporánea si ustedes lo prefieren) al ser el primero en alcanzar de modo coherente y preciso la “voz interior”- o Gastón Leroux, pertenece al género de lo accidental. La carta robada o El misterio del cuarto amarillo –inicio de uno de los más célebres problemas policíacos, el de la habitación cerrada- no poseen la intención de crear un modelo acabado sino de mostrar una preocupación determinada de su autor –en el caso de Poe, perfectamente conectada con su concepción del mundo- que acaba exigiendo euna forma determinada para manifestarse a la luz, forma que no es sino una isla en el archipiélago de su producción. Por el contrario, Holmes representa un modelo de entendimiento de y con la vida en un momento en que los logros de la Ciencia moderna ocupan un lugar preferente en la atención de cualquier persona culta de la época. Holmes nace del impacto de la Ciencia en la sociedad como, de otro modo, lo hizo el Frankenstein de Mary Shelley.
Estoy yendo a saltos, porque Conan Doyle y Chesterton anteceden cronológicamente a los que he venido nombran antes; lo que ocurre es que sigo el hilo de mis lecturas. No pretendo establecer una cronología del desenvolvimiento de la novela policíaca sino contar cómo me introduje en ella, que fue lo que me atrajo y cómo terminó el romance. Así pues, el siguiente autor elegido despues de de la novela de detectives-tan-inteligentes-como-el-asesino, es William Irish. Un maestro que renovó el género con un golpe de genialidad que no encontraremos de nuevo hasta Dashiell Hammett.
Irish, pseudónimo de Cornell Woolrich, es una figura que me recuerda mucho al maestro del horror, H. P. Lovecraft. Como él, Irish fue un hombre retraído, que apenas se movía de su casa y alrededores, de aspecto enfermizo, que vivía dependiente de una madre dominadora –Lovecraft vivía con dos viejas tías- misántropo y en conflicto permanente con el mundo exterior. Ambos desarrollaron una imaginación prodigiosa, como corresponde a unos caracteres tan solitarios y obsesivos como los suyos, y de esa imaginación surgieron, en lo que respecta a William Irish, una serie de novelas que le valieron con todo derecho el apelativo de “rey del suspense”. De hecho, él –y no el maestro Hitchcock- fue quien llenó de contenido narrativo el término “suspense”.
Para Irish, en una actitud absolutamente acorde con su sentido de la inesguridad, de la incertidumbre, la vida es algo tan arbitrario que ninguna noción de justicia tiene sentido dentro de ella como no sea también por azar; digo también porque es el azar el protagonista exclusivo de sus novelas y cuentos: el azar que hace que una nimiedad, un accidente, un hecho fortuito, sacuda la vida de un hombre o de una mujer hasta volverlos del revés y, en numerosas ocasiones, hundirlos para siempre en la desdicha irrversible. Es una actitud que se corrresponde bastante bien con una concepción de la vida como un Absoluto, en la que, por tanto, un error se paga definitivamente y hasta sus últimas consecuencias, pero también un error del que uno no es responsable; eso es lo terrible. Un zapato arrojado por una ventana (No quisiera estar en tus zapatos) o un inofensivo porro probado por casualidad (Marihuana) convierten la vida de sus protagonistas en una verdadera pesadilla. Y todo esto narrado al límite de la emoción, sin apenas otro respiro que el necesario para tomar aire ante cada capítulo, con una maestría en la distribución de la tensión, la expectativa y la amenaza –sobre todo la amenaza que pende sobre sus cabezas- que, como digo, llenó de contenido la palabra “suspense”. Hay veces que se excede, como en El plazo expira al amanecer y otras en que lo dramático es aún más poderoso que el suspense mismo (Lo que la noche revela). ¿Cuál es el secreto de la invención de Irish?. Eso lo ha visto muy bien Narcejac cuando afirma que es porque toma el punto de vista de la víctima?. Exacto. Hasta ahora habíamos visto las narraciones del género a través de los ojos del detective, del asesino en ocasiones, de uno de los personajes o de un testigo-narrador; pero Irish se sitúa siempre en el punto de vista de la víctima, bajo la amenaza, en el pavor de lo incomprensible y lo inesperado.
Sin embargo, Irish no deja de ser un adorador de la intriga por sí misma. Una vez que hube devorado todo lo que pude encontrar de él ¿hacia dónde podría dirigirse la novela policíaca y, de paso, yo mismo?.
Como he dicho antes, la intriga se come a los personajes. Es poco menos que imposible conseguir crear un conflicto dramático de verdadera hondura cuando se depende decisivamente de una intriga que se impone a los personajes, la dependencia obliga demasiado. La afirmación de Henry James de que es de los personajes –por tanto: de su conflicto- de donde emanar la intriga y no al revés es rotundamente cierta. Lo cual no quiere decir que sea malo entregarse a la intriga sino que hay que ser consciente de que con ella se pueden conseguir unas cosas y otras no; eso es todo. Pues bien, lo que está claro es que no podía faltar el intento de dar mayor consistencia a los personajes y así nació, por exigencia de la propia evolución y también de los tiempos, la novela policíaca psicológica: aquella que buscaba personajes y conflicto. Para mí, como lector, la bandera la levantó –y yo aún no la he arriado- un poeta inglés de renombre, Cecil Day-Lewis –padre, por cierto, de un magnífico actor: Daniel Day-Lewis-; sólo que no publicó el libro con su verdadero nombre sino bajo pseudónimo, como han hecho otros hombres de cultura en el mundo anglosajón y éste fue: Nicholas Blake, La bestia debe morir; con este libro conocí otra colección legendaria: El séptimo círculo, dirigida inicialmente por Borges y Bioy Casares. Junto a Blake, un escocés, Michael Innes, pseudónimo de un reputado profesor oxoniense y crítico literario, es autor de la otra novela que considero excepcional dentro del intento de cargar el género policíaco con algo munición de grueso calibre: ¡Hamlet, venganza!, también publicada en El séptimo círculo.
El conflicto dramático de La bestia debe morir es ciertamente de calado: la novela cuenta la decisión de un hombre de matar al culpable de la muerte de su hijo y el conflicto subsiguiente entre el derecho a matar y el derecho a la vida. Magnífica novela, una de las cumbres del género. Tras ella acabé entrando, más tarde en el conjunto de damas que han entrado a fondo en lo psicológico y que más han hecho por borrar las barreras del género policíaco en relación con la novela de corte tradicional: Patricia Highsmith, Ruth Rendell, P.D.James. Pero este camino lo venían desbrozando también, aunque no por el lado del psicologismo sino por el más sórdido y negro del “ambiente” del crimen, los autores de novela negra.
Confieso que no me atrae particularmente en género “negro” y creo que, comparativamente, ha dado muchas menos novelas de calidad que la novela policíaca tradicional. Ahora bien, en todas partes cuecen habas y en todos los estilos hay gigantes y enanos. El primer gigante de lo negro al que yo leí fue
a James M. Cain (El cartero llama dos veces, Double indemnity, Mildred Pierce) y es curioso constatar que, por lo general y salvo excepciones, las mejores novelas de los novelistas policíacos son siempre las primeras; de hecho, el trío de novelas de Cain me lo acaba de recordar porque mucho me temo que la originalidad va de más a menos en un género que, pese a todo, se mueve entre estrechos límites y obligaciones rígidas, lo que empuja a los autores a buscar originalidad en el mero ejercicio de ingenio con que se desarrolla una trama; en el enredo, en definitiva, antes que en cualquier otra cosa. El ejemplo contrario de Cain sería Micky Spillane, un locatis que ha dado pie a toda la novela negra de segunda clase que aún sigue coleando –disfrazada de retrato social cutre- por el mundo. Al menos las novelas de Spillane, con sus dos detectives Lemmy Caution y Mike Hammer, eran frescas y divertidas aunque intrascendentes: el mejor modelo kleenex del género negro. De hecho, ambos detectives han tenido intérpretes de lujo en el cine: Caution, el gran Eddie Constantine; y Hammer, Stacy Keach, en una estupenda serie televisiva. La verdad es que que acabé quedando con Constantine y Keach y, cuando intenté releer a Spillane, comprobé que había perdido mucho y que prefería, con diferencia, las películas.
Y con esto, llegamos al maestro. En mi opinión, casi nadie que no sea Conan Doyle puede disputarle el título. Cuando llegué a él, caí en su estilo único y en un éxtasis literario; no porque no viniera leyendo de antes toda la gran novela que caía en mis manos (o me ocupaba de que cayera), la que va de Jane Austen a Joyce, por poner dos ejemplos, sino porque aquí sí que se juntaron el hambre y las ganas de comer, la novela de intriga y la literatura exigente. Me estoy refiriendo a Dashiell Hammett. Y debería incluir también a Conan Doyle, pero no lo hago porque no le perdono que desdeñase su obra maestra, las novelas de Sherlock Holmes en favor de obras suyas más pretendidamente nobles y realmente vulgares en lo que a invención narrativa se refiere.
Hammett tuvo en sus manos una opción que no desaprovechó. De una parte, el valor narrativo de un nuevo medio de expresión que, como todo lo nuevo, era capaz de aportar modos distintos al arte de narrar: el cine. El sentido de la elipsis de Dashiell Hammett debe mucho al cine, aunque también a la gran tradición del relato norteamericano. Y junto al sentido de la elipsis está el de la capacidad de sugerencia. Así como el discurso lógico está ordenado para demostrar algo, es decir, para hacer explícita una idea, el discurso narrativo se organiza en torno a la sugerencia, es decir, a lo no explícito. La razón es bien sencilla: mientras el primero se dirige a la mente lógica, el segundo se dirige a la imaginación. Cuando el lector lee, su imaginación se puebla de imágenes; de hecho reconstruye imaginariamente el escenario y los personajes que el autor le propone. No quiero extenderme sobre esto, que es asunto de otro trabajo, pero citaré a titulo de ejemplo la escena de Cosecha roja en la que Hammett descubre al lector que Dinah Brand está embriagada mostrándolo por medio de un vaso y una mesa de cristal, no por la evidencia de su embriaguez. En cuanto a la elipsis, tanto el despliegue inicial de las fuerzas de policía de Noonan ante la casa de El Susurros como el relato del combate de boxeo amañado y su asombrosa culminación en el golpe decisivo –golpe que sentimos rebotar literalmente en nuestra cabeza- tampoco dejan lugar a dudas acerca de los recursos expresivos de Hammett. Porque lo que Hammett consigue es una construcción novelesca que aúna a la perfección lo que se propone decir con lo que acaba diciendo. Esto parecerá una perogrullada, pero son contados los escritores que lo consiguen. El suyo es un mundo que lo ha perdido todo excepto la capacidad de corromperse; y su propio detective Spade se comporta en Cosecha roja como los mismos gángsters o la policía comprada; no hay concesiones: sólo interesan los fines, no los medios; sólo valen los resultados. Esto sigue hoy por hoy igual de vivo y él lo vió claro entonces. Disponía de una visión del mundo e introdujo su escritura en ese mundo para arrancarle el alma. Hammett ha logrado una identidad entre su estilo literario y la vida que retrata a través de él que lo identifican como un verdadero creador.
Bueno. Llegamos al final de lo que empezó un día inolvidable del que no me acuerdo, pero cuyas consecuencias han dirigido mi vida de lector e incluso la mía misma, pues acabé dando en escritor. Por cierto, es la hora de los reproches: ¿Cómo no habla usted de Ross MacDonald? ¿Qué me dice de E. Austin Freeman, de Rex Stout, de James Hadley Chase, de Raymond Chandler?. Pues qué quieren que les diga: que los leí con ganas y aprecio a todos, pero que las marcas de mi gusto personal son las que he marcado. Son mi reserva personal, pero no el único vino que bebo.
Sólo me queda por confesar que seguí leyendo novela policíaca, pero que poco a poco, como en todo y como nos ocurre a todos, me fui volviendo selectivo y lo que he leído después de Hammett me parece casi todo muy visto. De tanta lectura me quedó, aparte de muchas enseñanzas acerca de cómo se construye una novela, una nostalgia incurable, que es lo que me ha llevado finalmente a aprovechar una pausa en mi trabajo y un par de imágenes afortunadamente cruzadas para escribir No acosen al asesino. En cuanto a la lectura, la vuelta atrás resulta a veces decepcionante, acostumbrado como estoy a ser muy exigente y a disfrutar a fondo de las novelas de alto calado, pero he descubierto que, a pesar de todo, la intriga sigue siendo una pieza de alto valor. La vieja pasión del ser humano por saber qué sucedió no cede un ápice y basta que a uno le propongan un enigma, aunque se parezca más a un acertijo que a un problema, para que se aferre a él y no lo suelte. Saber contar bien sigue siendo un arte necesario que se puede dirigir hacia muchos fines y construir una buena intriga es un ejercicio de primer orden para cualquier escritor que se precie de serlo; por eso, cada vez que releo Cianuro espumoso, o Los crímenes del Obispo, o Asesinatos en la niebla, o La campanada trece de las doce, o El caso del jesuíta risueño, o Lord Peter examina el cadáver, me dejo llevar por un delicioso escalofrío de placer, como cuando uno recuerda aquellos lugares de su infancia donde el gozo lo era todo y lo absorbía todo. Si, definitivamente, tengo que reconocer que a mí, lector durísimo, la intriga me mata... de felicidad.