14/11/2000 - JOSÉ MARÍA GUELBENZU
Un melodrama entero y verdadero, una historia de aventura y fantasía y tres relatos que bien podemos calificar de policíacos son los que han servido para formar este volumen. El editor anuncia que es el amor como causa última de un delito el vínculo que une todos estos textos. Conviene señalar que no en todos ellos el amor tiene el mismo peso, pero, sea como fuere, el libro viene al pelo para comprobar cómo se maneja el autor en el terreno del cuento. Wilkie Collins parece ser una especie de seguro editorial, a juzgar por la frecuencia con que se publican títulos suyos.
De lo que no cabe dudar es de su extraordinario sentido para construir una intriga. El cuento que da título al libro es un melodrama impecable en su desarrollo, en el cual la intriga se va produciendo por una acumulación de elementos que siempre progresan mas nunca se yuxtaponen. El lector está prácticamente sabiendo en todo momento lo que ha de venir, pero es la suma de lo previsible y la intensidad dramática del asunto la que abre y extiende la exigencia implícita del relato para cerrarlo después sobre sí mismo, con toda la carga adquirida, una vez que la historia concluye. No puedo decir lo mismo del segundo, de débil imaginación. Y los tres restantes, los que he llamado policíacos, brillan a gran altura.
Dos de ellos (El diario de Anne Rodway y El fantasma de John Jago) son admirablemente complementarios. El primero es una indagación en línea recta, relatada paso a paso, de la muerte aparentemente accidental de una muchacha. Una compañera suya, llevada por una mezcla de amistad, compasión y solidaridad en la pobreza, decide seguir una pista mínima hasta que consigue esclarecer el misterio. Collins, no oculta nada sino al contrario, va mostrando paso a paso lo que la chica descubre; juega, sin embargo, con la sombra de la desgracia que acompaña a la muchacha en la figura de un novio ausente, pero esperado de manera inminente, cuya sombra mantiene el autor sobre la lectura de manera tan ambigua como inquietante casi hasta el final. Por el contrario, el segundo relato entra en el estilo de silencios, secretos, ocultaciones y revelaciones al límite, tan característico de los relatos convencionales de intriga que rozan el melodrama. Y a fe que Collins sabe mantenerse sobre el filo de la navaja, pues ni cae en el melodrama ni deja ver nunca más allá de lo que le conviene al texto.
El fantasma de John Jago está construído sobre la figura de una joven deseada por tres hombres (uno de ellos, el narrador, paulatinamente, y los otros dos, fervientemente). A su vez, en la familia que la ha adoptado (un padre, tío suyo, viudo con dos hijos y una hija) conviven tres enfrentamientos cruzados; el primero, entre los dos hijos y el capataz; el segundo, entre el padre y sus dos hijos por causa del capataz; el tercero, entre la hija y sus hermanos por el capataz, al que ama. Este capataz, John Jago, será el desencadenante y artífice de la tragedia ante la atenta mirada del narrador, que se va implicando en la historia al sentirse cada vez más atraído por la joven. El enredo es de los que dan trabajo, como bien puede advertirse. El conjunto de fuerzas contrapuestas o coincidentes que se manifiestan a lo largo del relato en combinaciones cada vez más complejas revelan la maestría de Collins en el manejo de los hilos de una trama realmente satisfactoria. A medida que el relato se cierra, cada elemento se va colocando en su lugar para completar a la perfección el cuadro final, en el que el tono del narrador se justifica como la firma al pie de un dibujo bien resuelto.
El último de los relatos sí que puede calificarse en todo de detectivesco a la manera de la novela policíaca anglosajona de nuestro tiempo. En ¿Quién mató a Zebedee? hay un verdadero trabajo de desvelamiento de un crimen llevado a cabo por un policía, ayudado, unas veces, por su voluntad y pericia y, otras, por un gope de azar perfectamente oportuno. Estamos ante un dilema que posteriormente se haría clásico: el del recinto cerrado del que nadie ha podido salir, lo que convierte necesariamente en asesino a uno de los circunstantes. Naturalmente, disponemos del inevitable sospechoso, de coartadas perfectas, de un misterio insoluble, de un asesino imposible, de una pista en la que se estrellan todas las investigaciones y de una manera adecuada de distraer la atención sobre el verdadero culpable gracias a esa tan mentada y alabada capacidad de Collins para bordar una buena intriga sobre una trama mejor. La resolución, excelente, afecta a dos planos distintos, pero complementarios, de la narración y deja perfectamente satisfecho al lector.
Verá el lector que hago verdaderos jerebeques para no revelar nada y decir algo; espero que, si se decide a leer el libro, al final se lo agradezca, aunque un lector de fin del siglo XX venga a estar suficientemente corrido como para que no le afecten las sorpresas tanto como un contemporáneo de Collins. No es ocioso recordar, además, a los buenos aficionados al género policíaco que, con estos y otros relatos, el autor de La dama de blanco lo estaba fundando.