06/10/2022
Truman Capote (1924-1984) es un escritor estadounidense nacido en Nueva Orleáns en 1920. En 1932 trasladó a Nueva York con su madre y el segundo marido de ésta, de quien tomará el apellido Capot, En 1942 terminó sus estudios y comenzó a colaborar en The New Yorker, donde se inicia como periodista, pero su fama literaria proviene de sus primeros libros, inequívocamente pertenecientes a la gran tradición de escritura sureña: El árbol de noche (relatos) y las novelas El arpa de hierba y Otras voces, otros ámbitos, donde se revela como el maravilloso estilista que nunca dejó de ser.
Si abandonar el periodismo, comienza a viajar por el mundo y de sus crónicas nacen dos libros, esta Color local y más tarde Se oyen las musas, sobre la gira de la ópera Porgy and Bess por la Unión Soviética. Dos años más tarde, la aparición de su novela Desayuno con diamantes supone su primer gran éxito de público. En 1958 comienza a trabajar en A sangre fría, una denominada novela de no-ficción considerada como la obra fundacional del Nuevo Periodismo, publicada en 1966. El éxito arrollador de esta novela tiene un efecto esterilizador sobre Capote. Se convierte en el divo de la sociedad neoyorquina a la vez que lo convierte en el clásico escritor atacado por una seca; entonces decide anunciar una nueva novela que presenta como el gran proyecto literario de su vida, pero que no llegará a confirmar ni a concluir. Sólo publica, entre tanto, un hermoso libro donde mezcla con habilidad el cuento y el reportaje, Música para camaleones, que contiene un prodigioso relato de un día con Marilyn Monroe. La fama y la vida frívola se apresuran a cobrar su tributo y muere a los 59 años.
Color local es un libro producto de sus viajes de juventud dentro y fuera de los Estados Unidos. La primera parte la dedica a cinco lugares americanos: Nueva Orleáns, Nueva York, Brooklyn, Hollywood y Haití; la segunda, europea, incluye Ischia, Tánger, España y Sicilia. Como el gran estilista que fue se dedica al mostrar al paisaje natural siempre unido al paisaje humano. Esta es la tónica de todo el libro. El autor posee una cálida e indiscutible capacidad de ir siempre a lo significativo de cuanto narra, a lo que lo hace singular, es decir, a lo que contiene la esencia de lo que observa; esta es una cualidad que pertenece sólo a los grandes escritores y, en concreto, a los que hacen de su estilo una estimulante representación de la belleza. En estos primeros libros es donde su escritura es más inequívocamente familia de Carson McCullers, Flannery O´Connor o Eudora Welty lo que, más adelante, fecundará una manera propia e inequívoca de expresión, como en la preciosa historia de Holly Golightly que le consagra definitivamente.
Tanto en sus descripciones ciudadanas (“Esta isla, que flota en agua de río, como un diamantino iceberg, llamadla Nueva York…”) como en las de la gente que habita en ellas (“a decir verdad, no era mal músico; de hecho, cuando a última hora de la tarde entonaba sus baladas lúgubres con la voz afligida por el whiskey, acompañándose con la guitarra, era extraordinario”) hace al lector cómplice libre de sus sentimientos en el único territorio propio de la ficción: la imaginación, de modo que el suceso que se relata, sea simple o complejo, siempre impresiona la curiosidad del lector que, obligadamente, acceda al juego
Pero el relato de las andanzas de este autor de excepcional sensibilidad va siempre más allá del juego: te adentra en lo pintoresco como en un mundo donde la pintura de gentes y lugares sólo opera sobre lo verdaderamente significativo, y recoge en sí una parte de vida irrepetible que busca y consigue la singularidad que deja así fijada en su texto, que ya no es suyo sino de cada lector. El ojo del autor se convierte en el ojo del lector: “De pronto aparece una ventana; una cortina blanca como el merengue, un ojo impersonal, y luego una cara, un rostro de mujer como una vieja flor prensada entre las páginas de un libro, con un collar de azabache en el cuello y peinetas a juego en el pelo”. Este es el momento en que unas pocas palabras valen más que mil imágenes.
Y no conviene perderse el relato de un viaje en ferrocarril por la España de los 50 que termina así; “El tren se movía tan despacio que entraban y salían mariposas por las ventanas”. Puro modo sureño.