• Almas Grises Trad. de José Antonio Soriano
  • Autor Philippe Claudel
  • Editorial Ed. Salamandra, Barcelona, 2005
  • nº páginas 224

Almas Grises, de Philippe Claudel

29/5/2007 - JOSÉ MARÍA GUELBENZU

Segundo decenio del siglo XX. Una pequeña ciudad, V., cercana al escenario de la guerra. Sus habitantes viven, trabajan y duermen oyendo el fragor del frente al fondo, pero no están directamente afectados por el horror del combate. En todo caso, cuando aparecen los primeros heridos, la población se compadece en principio, pero a medida que van llegando más, se acostumbra y hasta le fastidia. Lo soldados que parten a la línea de batalla llaman a los ciudadanos de V., los cobardes y a los heridos, los afortunados. Estamos en la guerra del 14-18, la más atroz e inútil de las carnicerías del siglo. Y de pronto, en V. aparece estrangulada una niña de diez años, hija menor de uno de los vecinos, lo que conmociona a la población mucho más que esa guerra que tienen ahí puesta de telón de fondo.

La historia nos es contada desde un tiempo posterior, veinte años después, por el policía que siguió el Caso, así es como lo llaman. Y a través del recuerdo de lo que sus ojos vieron, la historia se ofrecerá a los nuestros. No sólo a través de sus ojos: el relato es subjetivo y lo es, sobre todo, porque el tono de voz nos hace ver en seguida que el policía tiene una implicación personal en el Caso, no como culpable, pero sí como afectado. Ante el lector desfilan todas una serie de personajes representativos de una ciudad de provincia del norte de Francia: almas grises en una ciudad gris cuya inercia de vida se resume en unas palabras del policía: “A veces pienso que somos como una piedrecilla en el camino, que permanece durante días en el mismo sitio, hasta que el pie de un paseante choca con ella y la lanza por los aires, sin razón. ¿Y qué puede hacer una piedra?”. Sin embargo entre las almas grises hay jerarquías (el Juez, el Fiscal, el Jefe de Policía, el Alcalde...) y la sordidez moral, la cobardía y la corrupción también se jerarquiza.

Esta novela, que bien podemos calificar de negra para el gusto actual, es una novela soberbia en su género, un verdadero hallazgo, y su autor un escritor realmente poderoso. En primer lugar hay que destacar la creación de personajes, empezando por el fiscal Destinat, descrito con verdadero talento en el primer capítulo y terminando por secundarios como Josephine la mendiga, el médico Lucy o el gendarme Despiaux. Philippe Claudel utiliza un recurso excelente que es el de mostrar el camino que va a marcar la novela y, sin perderlo de vista, narrar desviándose de continuo por caminos laterales, pero siempre avanzando. Con esto mantiene la atención del espectador inmersa en una narración múltiple que va construyendo el sentido del relato de manera paciente y segura; incluso, en la segunda mitad más o menos, riza el rizo y trabaja con una narración en primer término y una segunda implícita que establece una emocionante y sugestiva tensión con la primera: esta segunda es la historia de la mujer del policía a punto de dar a luz; y cuando ésta acaba, una nueva segunda inquietud la sustituye y sigue corriendo por debajo de la primera: la del hijo recién nacido del policía.
El policía, al narrar veinte años después, es evidente que ordena la narración como a él le conviene y de ahí que saque a su mujer y a su hijo cuando le conviene de cara al final al que se dirige. De todo ello resulta un relato donde la intriga va mucho más allá del asunto central En realidad está contando la historia de una ciudad provinciana cuya sociedad se viene abajo irremisiblemente como Europa se viene abajo tras la guerra del 14-18. Por eso el título “almas grises”: esa es la verdad del relato: una ciudad entera poblada de almas grises todas las cuales son cómplices no sólo de pequeños o grandes delitos e injusticias sino, sobre todo, cómplices de su propia sordidez, incluído el narrador.
El estilo de Claudel es duro y eficiente sin rehuir descripciones de gran belleza, hecho de frases cortas, tajantes, de imágenes muy expresivas construídas sin florituras (“Primer lunes de diciembre. En nuestra ciudad. 1917. Frío siberiano. La tierra crujía bajo los pies y el ruido resonaba hasta en la nuca” ó “tosía cada treinta segundos, con una tos que venía de muy lejos, para anunciar que los momentos felices tenían un final, y los cuerpos también”). La atmósfera de la novela y la escritura tienen un patrón: el mejor Simenon, el de sus novelas más ambiciosas, pero ¡cuidado!: perfectamente asumido; no leemos a Simenon, leemos a Claudel, que lo ha asimilado perfectamente hasta hacerlo desaparecer de su narración: sólo queda la sombra, el recuerdo, y la lección bien aprendida. Philippe Claudel es Philippe Claudel.
Además, Claudel trata al lector como a un lector adulto: le obliga a extraer su propia interpretación de los hechos (la muerte de Lysie, con el policía y el fiscal en la casita; el último encuentro entre el policía y el fiscal...) y le obliga a retener cuanto está sucediendo porque el método de fragmentación que emplea parece sinuoso, pero es claro; no evidente sino claro; y el lector sigue atento: atento a la intriga, atento a la atmósfera, atento a la calidad moral de las personas, atento al paisaje de una ciudad con la guerra al fono, atento al feroz entrecruzamiento de los dramas de la vida cotidiana, de la dignidad y la maldad –sobre todo, de esta última-, atento a la miseria moral que roe un mundo pacato, pequeño, rencoroso y acabado. Sólo una pega: el amor absorbente del policía por Cleménce, su esposa, está contado a posteriori, desde la pérdida, y no se acaba de mostrar suficientemente: lo que se muestra, en realidad, es la obsesión por la pérdida, que no es lo mismo, que no queda tan apoyada como debiera. En fin, dice el narrador en un momento dado, refiriéndose a un personaje, que estaba “tan muerto como cabe estarlo”. Pues bien: de esta novela se puede decir que está tan bien resuelta como cabe estarlo. Un placer para el lector.

Página desarrollada por Tres Tristes Tigres