La Tierra Prometida

1991 - IGNACIO ECHEVARRÍA

En su séptima convocatoria, el Premio Internacional de Novela Plaza y Janés prosigue su estrategia de consolidación, consistente en captar talentos más o menos reconocidos. No ha tardado, por esta vía, en sumarse, con toda naturalidad, a la ronda de ostentosas galas literarias, por medio de las cuales los certámenes millonarios de la edición tratan de repartirse el confitado pastel de la narrativa española. Evidentemente, no todos los trozos de este pastel son de igual tamaño, y sólo unos pocos llevan guinda. El Plaza y Janés de este año se ha llevado una. La incorporación del nombre de José María Guelbenzu a su lista de ganadores va a contribuir notablemente al prestigio del premio. Y ello no solamente por la sólida reputación de la que goza este autor, sino también por el carácter de la novela galardonada, de una densidad literaria bastante infrecuente entre las obras que suelen salir triunfadoras en este tipo de concurso.

La tierra prometida es una novela escasamente complaciente. La amargura de sus páginas se suma a la práctica ausencia de argumento para dar por resultado un texto que concentra todo su atractivo en la intensidad tonal. Puede presumirse que el punto de partida de la novela es un cierto tono mental.

El tiempo del relato abarca una única jornada, de hecho casi una sola noche. Su protagonismo lo comparten varios personajes, pero principalmente dos: Andrés Palacio y López Mansur, antiguos compañeros de facultad. Uno y otro han rebasado los 40 ("la edad de los muertos") habiéndose labrado una situación bien diversa. De Andrés puede decirse que encarna un modelo de vida convencional, próspero y eficiente. Mansur, por su parte, personifica, no sin cierto malditismo, el fracaso de quien, habiendo ambicionado dedicarse a la poesía, ha terminado por abandonarla, sumergido en una mediocre carrera docente. Ambos contemplan su existencia bajo el signo común de la derrota y el cansancio. Por vías distintas, los dos se han vuelto presa de su propio pasado, del transcurrir mismo del tiempo, que sienten flotar en torno suyo "como una neblina enfermiza". Un poco más allá de la mitad del camino de su vida, los dos constatan, sin fuerzas ya para combatirla, la tremenda conclusión del Calígula de Camus traída al texto: "El hombre nace, vive, muere y no es feliz".

El tiempo sentido como una enfermedad, el tiempo concebido como la esencia misma del fracaso, cuya semilla anida en la vida de cada uno: tal es la nota en torno a la que se organiza la melodía entera de esta novela. Una melodía nocturna, que sostiene en contrapunto del discurso interior de Andrés y de Mansur, alternado ocasionalmente por el coro del Union Bar, del que Mansur es habitual y, más adelante, por las voces de Río, un exiliado suramericano, y de Isa, la mujer de Andrés.

Según pasan las horas, la realidad diluye su consistencia en la marea fluctuante de la vigilia y el sueño, del deseo y del remordimiento, de la reflexión y de la angustia, de la memoria y del presente. Cada personaje se adentra en su propia noche para encontrar al final de la misma un paisaje desolado en el que reconoce su rostro, ya sea a través del insomnio, ya de la pesadilla, ya de la ebriedad y del personal descenso a los limos de la ciudad.

Guelbenzu maneja con dúctil maestría los recursos del estilo indirecto y del monólogo interior, propiciando, a medida de que el texto avanza, una inteligente complicidad entre los hilos que trenzan el relato. Estos se desarrollan por medio de breves tramos, ordenados en una estructura bien equilibrada, que traza un recorrido en espiral y que, reforzando así su construcción musical, se imbrica con una serie de motivos recurrentes.

Si por esta vía la novela no accede a la plenitud de sus posibilidades, ello se debe a lo que quizá pueda tomarse como una sobresaturación de su propio cauce. La lúgubre tonalidad de las voces resiste con alguna fatiga la prolongada secuencia de su contrapunto; y el medio empleado para aliviarla —el incremento de esas voces— se siente, pese a sus atractivos propios, algo forzado, al tiempo que resta vigor y nitidez al dúo principal de Andrés y Mansur. Puede pensarse que Guelbenzu se ha propuesto, en realidad, componer un cuarteto, contrastando el dúo solista con el de Río e Isa; pero en ese caso debería decirse que no llega a orquestarlo satisfactoriamente, fuera de que no acaba de manejarse con la voz femenina.

Por lo demás, la novela prosigue el empeño estilístico iniciado en La mirada y retoma temas y motivos familiares ya en la narrativa del autor, que progresa con una formidable coherencia. Los paraísos perdidos, los tormentos de la adolescencia, la pérdida del entusiasmo, las señas generacionales, la devaluación del compromiso, la inquietud ética, el estancamiento de las relaciones humanas, el enemigo interior, la culpa, el miedo; tales son, aparte de los ya aludidos, algunos de los elementos sobre los que Guelbenzu vuelve obsesivamente en estas páginas. Envolviéndolos todos está la noche, que se perfila como motivo central y omnipresente de su narrativa. La noche de Madrid, o de cualquier otro lugar, como emblema de la noche íntima en que se esconden la amenaza oculta a la abierta luz del sol, el peligro al que el hombre trata de dar la espalda, "los fantasmas que están deseando acudir" y que pueblan el mundo literario de Guelbenzu de sombríos vértigos.

Es fácil reconocer en otros motivos de esta novela algunos que constituyen a estas alturas lugares comunes de la reciente narrativa española (la crisis de la madurez, el desencanto, la perversión del poder, los periplos urbanos, la incomprensión de los sexos). Guelbenzu no siempre sortea el tópico cuando trata de ellos. Pero, en general, lo que en otros textos suena como ya gastada cantinela se redime aquí por una simple cuestión de densidad. Densidad del estilo y de la experiencia que lo funda. Densidad no siempre sostenida en grado óptimo pero, en definitiva, sobrada para hacer de la lectura de esta obra una tarea desoladoramente edificante.

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